Por
Juan José Campos Loredo
“…el
tiempo que precede a las catástrofes
no
se mide por el número de meses
sino
por la extensa medida de
sufrimientos
y pérdidas posteriores.”
Jerzy Andrzejewsky, “Cenizas y
diamantes”, 1985.
Así,
las miles de desapariciones forzadas en México con total y sistemática indiferencia
del Estado, es un asunto que tendría que tener paralizadas a las instituciones
más allá de pactos mediáticos de un Sistema que en ello legitima la impunidad y
las complicidades para acometer acciones que violan el futuro de una sociedad,
la misma que solamente mira como ya no solo se desvanece un futuro con la
promesa de una prosperidad que no ha llegado en anteriores ediciones de pactos
políticos y que no llegará si a la memoria histórica nos atrevemos a mirar. Desde
la estatización de la Banca con López Portillo entre 1976 y 1982 para “bien distribuir
la abundancia” o el maquillaje para ser parte del bloque de primer mundo en la
lucha “pésele a quien le pese” por ingresar al Tratado de Libre Comercio con
las potencias de América del Norte en el sexenio del 88 al 94 o la alternancia
en el 2000, la “prosperidad” no ha podido ser.
En
el caso del TLC, en 1994, la ilusión oficialista se esfumaría drásticamente ante
la aparición del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional. En medio de una
cruenta batalla con sus muertos, indígenas en su mayoría del EZLN, el estado
descubrió una manera de desaparecer la individualidad, pero en su lugar,
descubrir el daño que les podía generar el fortalecimiento de la colectividad.
Los rostros indígenas encubiertos -bajo decisión personal y/o de grupo en su
propia entrega y aquí la diferencia y el sentido de darle dignidad a la
resistencia- oculto bajo los paliacates o pasamontañas para mantener la metáfora
de que a fin de cuentas si nunca habían querido ser reconocidos, que más daba
dar un rostro si lo importante era mostrar la misma ira, la misma indignación
bajo la máscara que se había autoerigido para en uno, ser todos. El “olvido” de
rescatar la identidad individual, buscaba dar en la homogeneidad de una
identidad colectiva, la fuerza para ser recordados. Y eso, los adeptos al Salinato,
el impedimento de la máscara que oculta y que supuestamente podía deslegitimar
en aparente y supuesta cobardía, se volvía un espejo de las enormes
contradicciones de un poder absolutista como el que imperó durante el mandato en
apariencia agónico, de un priismo liderado en ese entonces por Carlos Salinas de
Gortari y tras bambalinas, por el poderoso grupo Atlacomulco del Estado de
México, punto de origen del actual mandatario cuyo triunfo con las
complicidades televisivas ampliamente documentadas le devolvió el cetro al Partido
Revolucionario Institucional después de una “pausa” de 12 años panistas. El
Sistema había conocido el poder de la identidad colectiva que lo podía
debilitar. La identidad colectiva tenía que ser desvalorizada y
deslegitimizada. Desaparecida.
El
rostro desfigurado y sangrante del indígena muerto en la rebelión del 1º. De enero
del 94 en Chiapas, no dista mucho de la del joven muerto en Tlatelolco en el 68;
no es diferente de la del campesino emboscado en aguas Blancas, Guerrero en el
96. Ni de las de cientos de mujeres asesinadas durante más de una década de
feminicidios en Ciudad Juárez. Ni mucho menos de los de mujeres embarazadas,
niños y ancianos mutilados en Acteal en el 98. Los rostros desfigurados por el
fuego de los pequeños de la guardería ABC en 2009, o los jóvenes de Villas de Salvárcar en Cd. Juárez en 2010 así
como los masacrados migrantes de San Fernando en Tamaulipas en agosto de
ese mismo año. Aquí los rostros fueron en el horror, parecidos. Pero hubo
cuerpos, rostros, a quien llorar, a quien sepultar. Y quizás de ahí, en sanidad
con el alma, con la mente, generar la justificación para cerrar la memoria, ya
que una sepultura puede marcar el doloroso cierre “natural” hacia el olvido colectivo.
En el caso de Ayotzinapa, el cuerpo despojado de identidad, sin rostro, sin
ojos de uno de los estudiantes, dio la pauta para saber dónde el Poder pone su
pauta: escarnecer, humillar al máximo, quitando la identidad, quitando un
espacio, la imposibilidad de cerrar la herida y de ahí difícilmente cerrar la
memoria. Y ahí, lo incierto, la vileza del estado al entrar en el terreno de desaparecer
las presencias y fortalecer de manera literal aquellas huellas que pudieran permitir
generar el camino hacia el olvido más absoluto. Desaparecer los rostros en su
colectividad. Desaparecer los cuerpos y con ello, intentar desaparecer las
acciones de los muchos, de todos los que en la unidad, fincan el valor de la
colectividad.
La
desaparición de nuestra colectividad, de nuestro libre albedrío para
reconfigurar a nuestro país en la supuesta libre elección dentro de un modelo
neoliberal que da culto al individualismo más banal, nos ha orillado a generar
la no participación en la construcción de nuestra sociedad. De mirar de reojo
como se distribuye un país en el desparpajo de nuestros gobernantes al saber y
tener claro que la indignación tiene poca memoria. De que el asunto de
desaparecernos es un juego de niños donde las herramientas del Sistema se
aplican a la perfección a través de- sobre todo- la poderosa alianza de los
medios de comunicación y en particular aquellos de mayor penetración como las
televisoras.
Los
daños colaterales de un gobierno Calderonista (2006-2012) que implicó el
desatar una guerra propia contra el crimen organizado, -un monstruo de mil
cabezas, de rostros variados y amorfos donde se entremezclaban la colusión de
partidos e instituciones-, dejo más de 100,000,00 muertos en actos de violencia
sin precedente para una sociedad “en tiempos de paz”. Y la enorme lista de desaparecidos
fueron parte de los pendientes de un país, que día a día se fueron sumando dentro
de los reclamos ahogados de una sociedad sumida en su mayoría, ante el horror, en
la indiferencia, con un Sistema que en la indiferencia misma (la histórica
amnesia de siempre), le apostaba al olvido y a la continuidad de un proyecto político-
económico ajeno a necesidades ciudadanas y plagado de privilegios y obscenidades
a la clase dominante en general.
En
los últimos años nos forzaron el imaginario para culpar a un crimen organizado
calificado de cruento, de inhumano. Pero no pudieron ocultar que el estado de
las cosas fue generado por un sistema político y económico que se fue construyendo
paso a paso desde el solapamiento y la corrupción institucional que bien ha
fortalecido toda la clase política de este país, TODA, sin excepción.
Ayotzinapa
es un punto de quiebre: ni vivos, ni muertos, nada como la incertidumbre para
debilitar las conciencias y generar los mayores temores. Nada como el que se
pretenda que ya no se pueda ser, que nunca se haya sido, que se niegue el
recuerdo, que se borren no solo los rostros, los cuerpos, sino que con ello la
memoria se niegue a sí misma en el ocultamiento del horror. No hay cuerpos, no
hay vivos ni muertos, solo desaparecidos. La incertidumbre es sustancia del
horror más absoluto. Dejar esto en la indiferencia, es condenarnos a todos a
dejar morir a la memoria. Y con ello, una vez más, a un olvido colectivo.
#MéxicoMemoriaMuerta
#MexicoPorUnPaísConMemoria
#HayQueContagiarLaEsperanza
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y Twitter: Juan José Campos Loredo
Imagen: Un estudiante pinta rostros en el pavimento frente a las oficinas de la
Procuraduría General de la República durante una protesta por la
desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa el mes pasado en Iguala,
Guerrero. OMAR TORRES/GETTY
(http://www.vivelohoy.com/noticias/mundo/8422357/singuen-las-protestas-en-mexico-por-la-desaparicion-de-43-normalistas)
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